De la adivinación del futuro, la naturaleza de la creencia y el coraje.
Leer el tarot significa que, con frecuencia, recibes llamadas de gente que desea conocer su futuro perfecto de indicativo para saber qué, o qué no, les va a pasar. Ganar o perder. Rojo, par y pasa. O aún mejor; algunas personas llaman para saber cómo les va a ir a otros “¿Me querrá?”, “¿Se va a curar?”, “¿Va a vender el piso?”, “¿Aprobará la oposición?”.
Yo no leo eso en una baraja. Me parece incorrecto, sucio y absurdo. Lo comparo con el censor capaz de leer y anticipar un escándalo en un beso inocente, o con el biólogo que en vez de la evolución, fuerza en la naturaleza la lectura de su dios fijo.
Quienes me llaman para leer futuros, obviamente sufren, y configuran lo mejor que saben el mapa de su alivio apostando a rojo o negro en un futuro perfecto en el que sólo se conceden ser sujeto paciente. La mayoría afirma no creer que se pueda leer el futuro, pero quieren pagar y reservarse después si creen o no. Equivocan el juego con tanto candor como riesgo. Del todo. Confunden las canicas con la ruleta rusa:“Voy, te pago para que me leas el futuro, y si no me gusta lo que me dices, no te creo”. Es como decir: “Me tatúas lo que yo quiero en los brazos y en las manos, sin que yo te lo diga, que así cualquiera puede, y luego si no me gusta, no lo veo”.
Elegir creer no es gratis.
Elegir lo que crees sólo puede ser el resultado de perseverar en el arte de dudar. Y lo primero que eso enseña es que ser dueño de las propias creencias (creer o descreer a voluntad) es un trabajo muy valiente y riguroso que no acaba nunca. A caballo entre la lógica más precisa y la magia. Ay es ná.
La creencia no es sin esfuerzo. Propio y ajeno. Toda la historia con sus fantasmas, toda la cultura con sus monstruos, sus héroes, sus dioses y demonios empujan como tsunamis desde atrás y desde el futuro, desde arriba y desde abajo. Aprendemos a hablar en las palabras de otros, a pensar en los mapas imaginarios que otros han explorado y cartografiado. Sacamos nuestro futuro de esas palabras y esos mapas.
Y nuestro pasado. Y nuestro presente.
Y nuestros miedos y nuestras esperanzas.
La memoria de nuestra propia identidad y del mundo se forma en un paisaje compartido, repleto de presencias (y pasadencias, y futurencias). El yo es un fantasma entre fantasmas hecho de fantasmas, de creeres; un artículo de fe.
Veo la fe como el superdeportivo de la memoria; atraviesa sus paisajes a una velocidad tan intensa que los borra; no importan, sólo cuenta ella, la experiencia absorbente de conducir. Nadie siente la necesidad de mirar el paisaje de su creencia. Es como si no existiera de tanto que lo hace. ¿Quién duda de la gravedad? Hasta Newton nadie, que yo sepa.
La razón, por otro lado, es el enjaezado borrico que avanza paso a paso, con tozuda dialéctica, ocupando su espacio en el esfuerzo de alcanzar su perfecta zanahoria recortada contra el horizonte. Tampoco ve el paisaje, sólo le concierne la parte definida y absorbente que le dibuja su hambre.
Si pagas por un futuro se te va a colar en la memoria, se mezclará y disimulará con lo que encuentre, y se comparará con todo lo que te pase, buscándose. Poseerá tu mirada, y dentro de ti nada de lo que pasa es mentira. Elegir creer, o no creer, no es gratis. Y si pagas a otro, no puedes no comprar.
El yo (también) es inercia.
La inercia de “yo” (donde el futuro es una magnitud esencial) no se cambia sin un esfuerzo constante y colosal. En el fondo creo que no se cambia. No creo que podamos oponer una fuerza eficaz a los millones de caballos de empuje de milenios de cultura y genealogía. De gramática y lenguaje. Opino que, eso sí, podemos aprender a enfocar el mapa desde otras perspectivas, relacionarnos distinto con los fantasmas, y eso marca la diferencia entre lo tóxico y lo nutritivo, y eso, de paso, revela que nada es para siempre, y menos en el país del yo.
Creo que somos naturalmente devotos, criaturas de fe, y sólo voluntariamente escépticos, sujetos inteligentes. La naturaleza no se para a pensar. No duda. Creo que al auténtico místico no es el que se baña en su creencia sino el que ya no se hiere dudando. Creo que el místico que no duda no es un místico sino un fanático.
¿Cómo explico esto a quien quiere que le adivine su futuro con mis cartitas?
Con un enorme respeto hacia su sufrimiento, hacia cómo lo expresa, y reconociendo mi incapacidad para ayudar a todo el mundo. No puedo dar a nadie la certeza de un futuro cuando mi propia fe, antes o después, me obliga a cuestionar toda certeza y a equivocarme con frecuencia de montura, paisaje, predicado y hasta sujeto. Y para eso uso el tarot, el teatro de bolsillo de mi memoria, mi juego de mesa de estrategia, mi mapa para invadir mi memoria y el mundo.
Yo puedo ayudarte a reparar en tu paisaje descansando un rato del burro o del bugatti. Puedo ayudarte a aclarar tus elecciones como voz en off ante un tarot desplegado, jugando a que interpretamos ese paisaje e inventemos caminos. Pero sólo tú tienes el coraje para ser tú. Nadie puede ser por ti en tu ausencia. Ni siquiera el futuro.